Romina despertó un poco más temprano que de costumbre. En lugar de levantarse de su cama de inmediato y empezar a arreglarse, prefirió quedarse acostada un rato y esperar la hora del desayuno. Tenía muchas cosas en qué pensar. Por fin era el día de su cumpleaños número dieciocho. En la noche habría una fiesta en su honor, asistirían sus amigos y todos iban a divertirse, excepto Julieta, que no iría porque tenía un compromiso. Pero eso no era lo que le preocupaba.
Los padres de Romina tenían muchos problemas económicos. Ella lo sabía muy bien. Cada que se tocaba el tema en la familia, que era casi a diario, trataba de mantener la calma aunque le costara mucho trabajo. Tenía que escuchar las quejas de su madre, aguantar los regaños de su padre y presenciar los berrinches de su hermano. Cada vez se desesperaba más y con mayor facilidad. Llegó a considerar que tenía que desentenderse de su familia y escapar. De todos modos, era evidente que sola no podía solucionar el problema, y parecía que nadie más acertaba sobre lo que tenía que hacerse en esa casa.
Para empezar, su madre no había trabajado, ni siquiera lo había pensado. No había manera de hacerle ver que en la actualidad las mujeres pueden trabajar y hacer dinero sin perder la dignidad o la decencia. Le parecía que se aferraba a las costumbres del pasado. Además, el trabajo de su padre era muy inestable. Era empleado de confianza; tenía que aceptar cualquier trabajo que le dieran. Solía no durar más que unos meses en lo que cambiaba la jefatura y lo despedían. «¿Acaso no se da cuenta?», pensaba Romina, «¿por qué no busca otro tipo de trabajo?». Por si fuera poco, su hermano menor se la pasaba exigiendo y molestando, como si no supiera nada de la situación.
Romina no quería hundirse entre las quejas, los lamentos y los gritos de los demás. Anhelaba encontrar soluciones, ponerse en acción y hacerse responsable de sus actos. Así que tomó la única opción que le quedaba.
—He tomado la decisión —dijo frente a toda su familia— de meterme a trabajar en cuanto cumpla la mayoría de edad.
En ese momento se sintió liberada, como si le hubieran quitado un gran peso de encima. Y no era para menos, puesto que estaba por dar el paso más importante de su vida. En cuanto a sus padres, no tardaron en demostrar su orgullo. Hasta su hermano parecía estar agradecido. Sin embargo, todas esas emociones agradables que la envolvieron al principio, terminaron por convertirse en miedo e inseguridad. Pero ella había hecho una promesa y ahora tenía que lidiar con las consecuencias, tal como lo haría cualquier persona adulta que estuviese en su lugar.
La verdad es que Romina no sentía ninguna diferencia por el simple hecho de tener ya dieciocho años. Y por más que quisiera ayudar a sus papás, no se sentía lista para trabajar.
Además, no quería dejar la escuela. A lo largo de los años, había aprendido cosas muy valiosas en ella. Sabía cosas que sus padres nunca podrían imaginarse. Podía ver y entender el mundo de otra manera. Suponía que un gran tesoro le esperaba si seguía estudiando, si lograba aprender todo aquello que ignoraba, que era mucho más de lo que ya sabía. Pero, ¿cómo iba a lograrlo si ya tenía que trabajar?
Se acordó de su maestro de Ética, ya que se encontraba en un dilema muy parecido a aquellos que veían en su clase. «Cuando cumplan la mayoría de edad —decía el maestro— serán auténticos ciudadanos, con derechos y obligaciones ante la ley».
Él lo decía como si fuera un privilegio, pero lo único que a ella le vino a la mente, era tanto la obligación de trabajar como la posibilidad de entrar a la cárcel. Y no es que planeara cometer delitos, pero se sentía amenazada solamente de pensar en esa posibilidad. «Deben prepararse —les repetía el maestro— porque los ciudadanos son personas que piensan y actúan con libertad, responsabilidad y autonomía, que eligen a sus propios gobernantes y que participan en la vida pública».
¡Ya está el desayuno! —gritó su madre mientras Romina se acordaba de las palabras de su profesor y trataba de aplicarlas a su propia situación.
Después del desayuno, sus padres y su hermano le cantaron las mañanitas y la felicitaron. Romina se sentía muy incómoda. Solo esperaba el momento en la regañaran porque aún no estaba buscando trabajo. Pero no le dijeron nada, y en cuanto acabó de desayunar, fue a arreglarse para ir a la escuela.
Como todos los días, tomó el transporte público enfrente de su casa. Al poco tiempo, se dio cuenta de que había más tráfico que de costumbre, pues el autobús avanzaba lentamente, pero ya tenía suficientes problemas como para andar preocupándose de si había caos vial. Oyó porras y protestas: «¡No a la corrupción! ¡No a la corrupción!», fue el grito que más escuchó.
Era un grupo de ciudadanos que manifestaba su inconformidad y hacía exigencias al gobierno. Ya sabía de eso por las noticias, pero no había estado cerca de ellos.
Romina estaba de acuerdo con los manifestantes. Le parecía que los gobernantes no debían abusar del poder para su propio beneficio. Además, pensó que si sus padres estaban en la situación en la que se encontraban, era por culpa del gobierno. «¡No a la corrupción!», se repitió.
Entre los manifestantes había personas de todas las edades. Pudo observar familias completas, incluso niños que llevaban pancartas.
«¿Qué estoy haciendo aquí mirando, en luhgar de participar y ayudar a cambiar la situación?», reflexionó. En ese momento, reconoció la silueta que venía junto con un grupo de adolescentes, era la de su amiga. Todos iban vestidos de negro y llevaban pancartas rojas. Sin pensarlo más, se bajó del transporte público y corrió hacia ellos.
—¡Julieta! —gritó con todas sus fuerzas. Su amiga volteó y la reconoció.
—¡Amiga! ¡Ven! ¡Ven con nosotros! —le gritó entusiasmada.
Las voces gritaban al unísono: «¡No a la corrupción!».
Romina se unió y gritó con todas sus fuerzas durante casi una hora, en compañía de sus nuevos amigos, hasta que se dio cuenta de que era muy tarde.
—Ya es hora de ir a la escuela. ¡Nos van a sancionar! —le dijo a su amiga.
—¡No seas aguafiestas! —le contestó—. Ya eres una persona adulta y puedes hacer lo que quieras.
Cuando pasaban por el Monumento a la Revolución, Julieta volteó hacia atrás y murmuró con un tono de voz muy sospechoso:
—¡Ahí! ¡Mira! ¡Apúrate!
Pedro abrió su mochila, sacó una capucha y un spray de color rojo. Rápidamente se colocó enfrente del monumento y pintó un círculo grande con una letra «D» en el centro.
—¿Qué está haciendo Pedro? —preguntó Romina.
—Está ejerciendo su libertad de expresión, pinta la «D» de «Democracia» —respondió Julieta.
De repente se escuchó una voz que venía de adelante.
—¡Policías! ¡Granaderos!
Tras los gritos empezó el caos. El miedo se apoderó de los manifestantes. Hubo gritos y empujones por todos lados. Romina perdió de vista a Julieta y a sus amigos. Por un momento no supo qué hacer ni a dónde ir. Volteó hacia todos lados. Se dio cuenta de que se había quedado sola en medio de la avenida. Un contingente de policías avanzaba hacia ella. A su derecha pudo ver a Julieta. Estaba detrás de un coche. Corrió hacia allá y se escondió ahí mismo.
—¡Ya empezó la represión! —gritó Julieta—. ¡Pero venimos preparados!
—¿De qué hablas? —le gritó Romina—. ¡Tenemos que escapar!
Los amigos de Julieta empezaron a lanzar piedras y bombas molotov. Actuaban muy seguros de lo que hacían. Había golpes y gritos. El ruido de las explosiones era aterrador. Romina estaba paralizada… Cayó de rodillas. Quedó hincada. Se tapó los oídos. No supo en qué momento se fueron Julieta y sus amigos. Cerró los ojos. Cuando los abrió, se vio rodeada de policías.
Romina pasó el resto del día encerrada en los separos. Cuando finalmente la liberaron, sus padres y sus hermanos estaban esperándola. Parecían muy enojados.
—¡Hija! —gritó con fuerza su papá.
Romina corrió a abrazarlo, sin saber qué decir.
Mario Edmundo Chávez Tortolero
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