Compartir la ciudad

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Un día, después de clases, Valeria y Gonzalo decidieron ir al cine. No tenían pensado qué querían ver, ni siquiera sabían qué estaba en cartelera, solo sabían que ir al cine era un buen pretexto para estar juntos, para descansar de los quehaceres escolares, para pasar el rato haciendo algo divertido. Así que tomaron un autobús que los dejaría justo enfrente de una plaza comercial donde había varias salas de exhibición, pues eso facilitaría la elección de una película y, si fuera necesario esperar, podrían recorrer las tiendas del lugar o incluso comer algo antes de la función.

No tenían una idea de lo mucho que tardarían en llegar a su deseado destino. Después de recorrer algunos cuantos kilómetros por la avenida principal, el tráfico se había complicado, y muy pronto el autobús, así como todos los carros alrededor, estaban completamente detenidos. Nadie se movía. Muchos conductores empezaron a desesperarse y sonaban sus bocinas. Algunos gritaban enojados y no faltaron conductores que bajaran de sus autos para reclamar al vacío que estuvieran completamente detenidos sobre la avenida, sin poder siquiera orillar su carro o buscar vías alternas. Hubo quienes, incluso, en medio de su desesperación y enojo, intentaron brincar el camellón lateral para poder tomar algún atajo, pero como no tomaron en consideración la posibilidad de quedar atorados o los daños que podrían causarle a sus vehículos, lo único que lograron fue complicar más la situación de todos. Poco tiempo después se aclaró la causa de aquel embotellamiento: un grupo de maestros había decidido cortar la circulación de varias avenidas para comunicar sus demandas contra las políticas del Estado a favor de la calidad en la educación.

Conforme el motivo se esclarecía, el enojo de la gente se fue haciendo mayor y todo mundo empezó a vociferar en contra de los manifestantes. Valeria y Gonzalo estaban profundamente desconcertados, asustados, desesperados, y también un poco molestos. No comprendían muy bien lo que sucedía, el modo en que aumentaba el coraje de todos a su alrededor. Se miraban entre sí. Ella apretaba fuertemente la mano de él con un notable nerviosismo. Así que Gonzalo se atrevió a romper el dramático silencio, con lo que él pensaba una conversación trivial que ayudara a relajar la situación:

—A esto se refería el profe el otro día… No hay manera de contener la furia de las masas, especialmente cuando todos los días alguien se aparece con un nuevo pretexto para alterar el orden público y perjudicar a los demás. El enojo de todos está todo el tiempo ahí, a punto de estallar, esperando la menor provocación para expresarse de un modo violento.

—Yo no estoy de acuerdo con esas ideas. —Respondió Valeria, todavía más preocupada por lo que sucedía a su alrededor— Creo que son provocaciones, y me asustan.

—¿Por qué?

—Porque creo que no son del todo justas y que ellos son insensibles ante las diferentes crisis por las que atraviesa el país, que no toman en consideración el modo en que la gente está sufriendo las cosas…

—¡Ay, sí! Ya te vas a poner de parte de todos los manifestantes del mundo…

—No, no se trata de eso. Me preocupa la manera como el profesor plantea las cosas, nada más. Siento que quiere imponer su forma de pensar sobre muchos temas.

—Entonces, ¿tú estás de acuerdo con que diariamente un grupo de personas detenga el tráfico y provoque el enojo de todos los que no tenemos nada que ver con sus asuntos? ¿No consideras como un riesgo andar provocando la furia de la gente tranquila, gente pacífica, que se encuentra a punto de estallar todo el tiempo porque ya está harta del abuso de otros?

—No, solo creo que ésa es una forma engañosa de entender las cosas. No sé muy bien por qué, pero algo me dice que es una manera equivocada de comprender las cosas. A mí no me preocupa tanto que haya manifestaciones como que algunos conductores no sean capaces de comprender que no pueden atravesar algunos camellones o que ponen en riesgo no solo su automóvil, que solo es un bien material, sino a otros automovilistas o a las personas que van cruzando la calle. ¡Escúchalos! Se expresan con odio y rencor contra los manifestantes. Me da miedo de lo que serían capaces de hacer si los tuvieran más cerca…

—Pero es que nos están perjudicando a todos sin siquiera conocernos, sin respetar la prisa de los demás, nuestros compromisos, nuestro deseo de hacer mejores cosas que estar aquí atorados en el tráfico de una manifestación…

—¡Ese es el problema, Gonzalo! Nadie está pensando en qué razones pueden tener algunas personas para verse obligados a hacer algo como cerrar una avenida.

—Pero, ¿acaso tú estás de acuerdo con que los intereses de unos cuantos perjudiquen a la mayoría?

—No, solo creo que es posible que los intereses que consideramos de unos cuantos no necesariamente sean tan egoístas, al menos no tanto como los que tú me dices que están siendo violentados con esta manifestación pública. ¿Qué pasa si es cierto que su objetivo es el de proteger nuestros derechos? ¿Eso no te parece que es realmente del interés de todos? ¿No crees posible que sea más importante que llegar ahora mismo al cine para ver una película que ni siquiera hemos decidido?

—Bueno, pero estarás de acuerdo con que alguien podría tener un apuro importante, que quizá para algunos sea cuestión de vida o muerte. ¿Qué derecho tienen algunas personas de poner en riesgo de vida o muerte a otros ciudadanos? Ellos no pueden saber a quiénes obstaculizan en su camino.

—No exageres, Gonzalo.

—No exagero, es una forma de asumir de manera responsable el tema de interrumpir el camino de otros. Pues no es necesario que efectivamente en este momento alguien esté a punto de morir por culpa de estos manifestantes, por más que esté justificada su lucha. Es suficiente con tener claro que eso podría estar sucediendo en cualquier momento y que solo por eso no deben hacerlo.

—Sí, quizá tengas razón. Yo también creo que no es un modo muy inteligente de luchar por una causa, que poco logras cuando solo provocas molestias y enojos en quienes quieres propiciar alguna conciencia sobre algo que debería parecernos importante a todos.

—Yo incluso creo que también es asunto de cada quien si quiere o no, estar informado de las cosas, que incluso quienes solo queremos no ser interrumpidos en nuestro camino tenemos derecho a ser respetados en nuestra indiferencia, ignorancia o en nuestro simple deseo de ir a divertirnos. No todos tenemos que vivir la vida sufriendo y angustiados por todo lo malo que sucede en el mundo.

—¡No lo puedo creer, Gonzalo! Eres muy inteligente, lo escucho ahora mismo en tus palabras, ¡pero no entiendes nada! Tampoco el profe Rigoberto entiende que el problema no es entre individuos con intereses diferentes e incluso opuestos; que no se trata de ver quién tiene la razón o quién es más fuerte para imponerse o imponer su derecho; que no se trata siquiera de que todos estemos en situación de exigir que se respeten nuestros derechos.

El problema en casos como éste es que todos ignoramos que, al defender de un modo egoísta nuestras causas, ponemos en riesgo el poder vivir juntos. ¡Todos vivimos aquí! Y no podemos vivir a salvo de un posible exceso, de estallar en violentas expresiones por nuestro coraje acumulado —como él dice—, si no reconocemos como una necesidad el “vivir juntos”. Si todos tenemos derecho a vivir en una ciudad como ésta, con independencia de si es demasiado chica o demasiado grande, me parece importante reconocer entonces que “vivir juntos” debe ser lo primero, un punto de partida, pero también lo último, un “fin deseable” —como dice Sonia, la profesora de filosofía. Tenemos problemas porque vivimos todos juntos, cierto, pero justo por eso debemos intentar resolverlos de una forma que nos permita seguir viviendo juntos sin querer matarnos. Lo que me preocupa de esto es que muchos de los que son afectados por una simple manifestación, con independencia de las buenas o malas razones que tengan para sentirse afectados, se dejan arrastrar hasta colocarse en un estado de ánimo en el que parecen estar dispuestos a matar o por lo menos lastimar a “esos otros” con quienes deben seguir viviendo todos los días en esta ciudad, aunque no los conozcan y aunque nunca vayan a conocerlos.

—¡Ay, Valeria! Por qué deberíamos desear seguir viviendo con quienes no parecen tener el menor deseo de respetar el simple hecho de que hay otros con quienes tienen que compartir una ciudad, que tienen intereses, creencias, deseos, aspiraciones o ambiciones diferentes a las suyas, y que no desean que nadie les imponga su forma de luchar por un mundo más justo.

—Por eso mismo… Porque compartir una ciudad y no considerar deseable el seguir compartiéndola nos obliga a ser razonables no solo con quienes compartimos una forma de pensar o de actuar, sino incluso con quienes no nos ponemos de acuerdo. ¿De qué tipo de vida democrática estaríamos hablando si no somos capaces de reconocer un reto permanente y un valor en la diversidad de opiniones y de modos de vivir? Necesitamos una convivencia basada en el respeto. Si viviéramos así, seguramente no sería necesario hacer manifestaciones en la vía pública, porque la experiencia del “espacio público” y del “bien público” —que tanto le preocupan al profe Rigoberto— no sería la calle o una avenida con libre y fluido tráfico, sino el diálogo permanente entre personas que comparten la vida en una ciudad y aceptan la conveniencia de seguir viviendo juntos. Algunos luchan para ser tomados en cuenta porque muchos vivimos empeñados en ignorarlos. Y pedir que nos tomen en cuenta o que tomen en cuenta nuestras preferencias, cuando hemos decidido ignorarlos por nuestros mejores intereses, es al mismo tiempo un modo de propiciar que nos ignoren. Seguir por ese camino de mutua indiferencia solo puede llevarnos a violencia, y de ahí a más violencia hasta hacer imposible seguir viviendo juntos. Por el contrario, lograr un modo de convivencia sana a pesar de nuestras diferencias, en mi opinión, es una forma de ser democráticos porque así lo queremos como ciudadanos y no porque nos lo imponga un gobierno ni las leyes de la ciudad.

—Tienes razón, Valeria; quizá sea mejor encontrar nuevas formas de vivir juntos, pero siempre y cuando se garantice el respeto mutuo y la responsabilidad, de lo contrario no sé para qué.

—Sí, pero debemos entender primero que ese tipo de garantías son el resultado de una serie de disposiciones que debemos construir. Sobre todo el estar dispuestos a no matarnos ni a agredirnos ni siquiera verbalmente en cuanto nos bloquean el paso.

En el rostro de Valeria se dibujó una sonrisa mientras terminaba de decir esto, y le apretaba con más fuerza la mano a Gonzalo. Después se levantó sorpresivamente y con una juguetona mirada lo convenció de bajar del autobús para ir caminando hasta su destino. En cuanto alcanzaron la banqueta y se perdieron entre otros muchos peatones, los carros empezaron a moverse y, casi tan rápido como se habían atascado por la manifestación, el flujo vehicular regresó a la normalidad.

Rafael Ángel Gómez Choreño

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